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La balandra San Joaquín, alias la Cañada

Cuadro de Chris Woodhouse de la fragata británica HMS Melampus de 36 cañones (1785), muy similar a la Dower
El 15 de junio de 1780 la balandra corsaria inglesa, nombrada Dower, entró en el puerto de Santa Cruz de Tenerife y se entregó a las autoridades españolas.

Dicho buque había frecuentado, desde el principio de la guerra, aquellos mares haciendo todo tipo de barbaridades a los mercantes que tenían la mala fortuna de toparse en su derrota, incendiando los bastimentos que apresaba, algo totalmente prohibido en las estrictas normas que regulaban el corso.

Los tripulantes de la Dower, muchos de ellos norteamericanos, se sublevaron en la Isla de Madeira y le quitaron el mando al capitán de la misma, un tal Fortune, y acabaron entregando, como hemos dicho anteriormente, el buque a los españoles.

Las autoridades españolas de la isla se libraron así de uno de los incómodos corsarios “descontrolados”, y además se hacían con una estupenda embarcación para luchar contra otros corsarios ingleses, puesto que había una alarmante escasez de buques de la Armada haciendo este cometido en aguas de las islas. La mayoría de los buques de guerra españoles se encontraban luchando en América, en el Gran Asedio a Gibraltar, en conjunción con los franceses por el Atlántico o en el Mediterráneo. Por lo tanto tenían que, literalmente, buscarse la vida.

Tras reconocer la balandra se dieron cuenta de que era una estupenda embarcación de 260 toneladas de porte, forrada en cobre (todavía no muy frecuente en aquella época) y con 16 cañones de a 9 “reforzados”, más 4 pedreros y otros tantos obuses de a 16. Estaba, además, bien provista de armas, municiones y pertrechos, además de 10 remos por banda que utilizaba para las calmas, bien para caza de buques o para huir de otros. Total, que venía como anillo al dedo para los propósitos de corso y guardacostas. Así que, una vez renombrada con un nombre más acorde a su servicio como buque español, fue llamada San Joaquín, alias la Cañada, y se alistó de nuevo, en su primera comisión, para perseguir a otra balandra corsaria británica, antigua compañera de correrías, que andaba por la zona.

Se tripuló con gente voluntaria de la isla y para cubrir los gastos de mantenimiento y armamento se recogieron 2.000 pesos que ofreció el Cabildo Eclesiástico, además de otra cantidad igual del Ayuntamiento de La Laguna. Otros 5.000 pesos fueron aportados por el comandante general Marqués de la Cañada, varios militares, empleados en oficinas, comerciantes y otros particulares. Vamos, que se pasó la gorra y muchos entusiastas participaron. Se nota que tenían ganas de zurrarles a los condenados corsarios ingleses.

No le faltaron, como hemos dicho, tripulantes. Los voluntarios civiles ascendieron a 109, incluidos el capitán de la misma, don Francisco Ripoll y Barceló, un patrón mallorquín con experiencia. El día 20 salían con instrucciones de no empeñarse en combate hasta que se hallara la marinería bien entrenada y diestra en el manejo del nuevo buque. Era todo tan nuevo que había que conocer el comportamiento del buque y de la tripulación.

El día 24 por la mañana volvió a puerto sin haber podido dar con la balandra corsaria, aunque habían encontrado una fragata de guerra de 36 cañones, que había intentado darles caza.

Al parecer la inferioridad de fuerzas de la balandra frente a tan fenomenal oponente hizo a estos dirigirse al puerto del Juncal en la Isla de Canaria, que aunque era de poco abrigo sirvió a la San Joaquín para esperar y resistir un combate durante 3 horas, del que salió sin daño alguno. Por el contrario a la fragata enemiga, que no pudo acercarse dado su mayor calado, se la observó bastantes averías en términos de verse obligada a abandonar la empresa. Según noticias posteriores la fragata británica había recibido dos balazos en un costado y tenía rendido su palo de mesana.

La balandra española pudo mantenerse en el puerto de Santa Cruz protegiendo la navegación y el tráfico de las Islas.


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